El Altar de Dos Colores
Rodrigo despertó con el aroma a cempasúchil y pan de muerto flotando en el aire. Era el Día de Muertos en la Isla Bicolor, una festividad que combinaba la alegría del Valle con la espiritualidad del Verde.
- Su madre, Elena, colocaba fotos de sus antepasados en la ofrenda, sus ojos verdes brillando con nostalgia mientras contaba historias de sus abuelas y bisabuelos.
- Su padre, Antonio, con sus manos hábiles que solían construir intrincados mecanismos, ahora tallaba con cariño calaveritas de azúcar, cada una con un nombre de un ser querido que ya no estaba.
- Los hermanos de Rodrigo, aún pequeños, corrían por la casa con sus caras pintadas de calaveras sonrientes, la alegría del Valle manifestándose en su inocencia.
La ofrenda, colocada cerca de la ventana que daba al bosque, era una mezcla de colores y aromas.
- Flores de cempasúchil del Valle, brillantes como el sol, se entrelazaban con ramas de pino del Verde, susurrando historias del pasado.
- Velas, con sus llamas danzantes, iluminaban las fotos de los seres queridos, creando un ambiente cálido y acogedor.
- Pan de muerto, recién horneado, emanaba un aroma dulce que invitaba a recordar con cariño a quienes ya no estaban.
Rodrigo, con su corazón dividido entre la lógica del Valle y la magia del Verde, colocaba en la ofrenda Brillos especiales que había recolectado en su viaje.
- Eran Brillos que no brillaban con luz propia, sino que reflejaban la luz de las velas, como si guardaran la memoria de quienes ya no estaban.
Al caer la noche, la familia se reunió alrededor de la ofrenda.
- Elena, con su collar de piedra verde brillando a la luz de las velas, comenzó a contar historias de los antepasados.
- Antonio, con su voz profunda y serena, recordaba las enseñanzas de los que ya no estaban.
- Los niños, con sus caras pintadas, escuchaban con atención, absorbiendo las historias y la tradición.
Rodrigo, mirando la ofrenda, comprendió que la muerte no era un final, sino una transformación.
La semilla dorada con vetas verdes que el Guardián le había dado, la Semilla del Equilibrio, latía suavemente en su bolsillo. En ese momento, Rodrigo entendió que la vida y la muerte, como el Valle y el Verde, estaban conectados en un ciclo eterno de equilibrio.
La celebración del Día de Muertos en la Isla Bicolor era una muestra de esa armonía, una fusión de la alegría por la vida y el respeto por la muerte, un recordatorio de que la memoria y el amor mantienen vivos a quienes ya no están.
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